¿Cuántas veces habremos dicho
aquello de “me impone respeto”? Para nosotros, la juventud, es de
lo más habitual, ya que dada nuestra edad se nos supone cierta deuda
de respeta, o más bien, a la gente adulta se les cree merecedora
nata del respeto de la juventud. La polémica actual se centra quizá
con especial concreción en ese espacio casi privado, casi público,
que son las aulas.
Partimos del presupuesto de la
necesidad de un mínimo de respeto para facilitar la convivencia en
cualquier ambiente en el que haya una pluralidad de opiniones,
manías, … etc. Pero el respeto que se ha de guardar al profesorado
es especial, porque a parte del respeto a su integridad física y
psíquica, hay que dedicar también respeto a su autoridad, y
aquí es donde tenemos que andarnos con más cuidado por la manera en
la que este respeto se ejerce. ¿Tiene el cuerpo docente que
imponer su respeto? Mi opinión es negativa, y nace de mi
experiencia en 17 años como estudiante.
Estamos en una democracia, y
vivir en democracia no significa salir cada cuatro años a votar; la
democracia tiene que ser una superesctructura transversal a todos los
ámbitos privados y públicos, que inspire participación, pero
también tolerancia, y tiene que hacernos olvidar esa prerrogativa
autoritaria de que el respeto no tiene por qué ser justificado,
sino nacido de circunstancias personales y sociales como la edad, el
puesto de trabajo o la posición social, … etc.
Ese respeto no se impone, se
demuestra, empezando con ser consecuentes en nuestra manera de ser
con nuestras exigencias. Porque detrás de una imposición, la
obediencia puede ser fruto del miedo, y no de la admiración, y
sucede algo terrible cuando te educan asentando tu motivación al
trabajo en el miedo.
Defender que la autoridad
del profesorado nazca de algo ajeno a las capacidades del o la
docente, no es nada progresista, y tampoco es muy democrático.
Muchos de estos problemas puede
que nazcan y se perpetúen por una concepción capitalista del
sistema educativo –es lógico, nuestro modelo actual nace con la
Revolución Industrial–, y esto es malo, porque a parte del miedo a
la autoridad impuesta (de la que nos cuesta desligarnos en España)
tenemos que lidiar con la extraña certeza de que no estudiamos
para nosotros, sino para segundos o terceros, y no es ir muy
desencaminado, dada la incidencia recalcitrante de ciertos colectivos
a juzgar (y modificar) nuestro sistema educativo en función de los
informes y dictámenes que nos tratan como números en lenguaje
económico, y perdonen, pero no es lo mismo ser buenos o malos
estudiantes, y la eficiencia o competitividad de nuestro sistema
productivo; pese a las relaciones que guardan, busquen mejor, porque
el agua se escapa por otros sitios.
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