martes, 8 de octubre de 2013

Educación pública: ¿autoridad del profesorado? ¿mejorar la calidad?

¿Cuántas veces habremos dicho aquello de “me impone respeto”? Para nosotros, la juventud, es de lo más habitual, ya que dada nuestra edad se nos supone cierta deuda de respeta, o más bien, a la gente adulta se les cree merecedora nata del respeto de la juventud. La polémica actual se centra quizá con especial concreción en ese espacio casi privado, casi público, que son las aulas.
Partimos del presupuesto de la necesidad de un mínimo de respeto para facilitar la convivencia en cualquier ambiente en el que haya una pluralidad de opiniones, manías, … etc. Pero el respeto que se ha de guardar al profesorado es especial, porque a parte del respeto a su integridad física y psíquica, hay que dedicar también respeto a su autoridad, y aquí es donde tenemos que andarnos con más cuidado por la manera en la que este respeto se ejerce. ¿Tiene el cuerpo docente que imponer su respeto? Mi opinión es negativa, y nace de mi experiencia en 17 años como estudiante.

Estamos en una democracia, y vivir en democracia no significa salir cada cuatro años a votar; la democracia tiene que ser una superesctructura transversal a todos los ámbitos privados y públicos, que inspire participación, pero también tolerancia, y tiene que hacernos olvidar esa prerrogativa autoritaria de que el respeto no tiene por qué ser justificado, sino nacido de circunstancias personales y sociales como la edad, el puesto de trabajo o la posición social, … etc.
Ese respeto no se impone, se demuestra, empezando con ser consecuentes en nuestra manera de ser con nuestras exigencias. Porque detrás de una imposición, la obediencia puede ser fruto del miedo, y no de la admiración, y sucede algo terrible cuando te educan asentando tu motivación al trabajo en el miedo.
Defender que la autoridad del profesorado nazca de algo ajeno a las capacidades del o la docente, no es nada progresista, y tampoco es muy democrático.

Muchos de estos problemas puede que nazcan y se perpetúen por una concepción capitalista del sistema educativo –es lógico, nuestro modelo actual nace con la Revolución Industrial–, y esto es malo, porque a parte del miedo a la autoridad impuesta (de la que nos cuesta desligarnos en España) tenemos que lidiar con la extraña certeza de que no estudiamos para nosotros, sino para segundos o terceros, y no es ir muy desencaminado, dada la incidencia recalcitrante de ciertos colectivos a juzgar (y modificar) nuestro sistema educativo en función de los informes y dictámenes que nos tratan como números en lenguaje económico, y perdonen, pero no es lo mismo ser buenos o malos estudiantes, y la eficiencia o competitividad de nuestro sistema productivo; pese a las relaciones que guardan, busquen mejor, porque el agua se escapa por otros sitios.

Defendamos un cambio de nuestro sistema educativo, pero siempre y cuando sea para avanzar, y teniendo presente que el objeto de la mejora de la calidad no ha de ser la competitividad de nuestras empresas, sino la formación íntegra del alumnado como personas autónomas, para que alcancen un pensamiento crítico, sólo accesible por medio del respeto a su capacidad de tomar decisiones y teniendo en cuenta que no sacar un diez no es motivo de vergüenza, sino razón para esforzarse más, ofreciendo una mano, dando segundas oportunidades, integrando y jamás segregando. Ni queremos ni necesitamos más palabras ni legislación que sigan criminalizando a la juventud, ¿dónde quedó la generación más preparada? ¿Por qué pasamos de un día a otro a ser la generación que Ni Estudia Ni Trabaja? Se quejan, pero siguen quitándonos recursos para estudiar, y nos obligan a trabajar sin dignidad.

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